Carla Simón: «Como sigamos así, la agricultura familiar puede desaparecer en dos días»

Fotografía

Noemí del Val

La tribu protagonista de ‘Alcarràs‘, la última película de Carla Simón, cultiva melocotones, hasta que la venida de una instalación de placas solares pone en peligro la supervivencia de sus cultivos. Simón –que ya ha yeguada dos Goya con ‘Estiu 1993’ y el Oso de Oro de la Berlinale por esta cinta y ha sido seleccionada con ambas películas como candidata española a los Óscar– es como su obra: serena, reflexiva, temporal y capaz de tocar temas espinosos sin alzar el tono de voz.


Alcarràs es la crónica de una tribu de agricultores que se da de bruces con la presente. No la interpretan actores, sino parentela que vive una ingenuidad parecida. ¿Fue una decisión artística o por presupuesto?

Artística; te aseguro que lo que nos gastamos en este casting equivaldría a tener tenido actores profesionales. Estuvimos un año impávido y vimos a más de 9.000 personas de toda la región. Nos centramos en la parentela que cosechaba fruta, porque tienen un carácter concreto.

¿Tienen diferentes caracteres los agricultores según lo que cosechan?

¡Claro que sí! Los de cereal son más tranquilos, porque pueden trabajar en soledad, no tienen esa prisa de acoger porque si no lo hacen se les pudre la fruta en el árbol…

Los protagonistas son de fruta: cultivan melocotoneros en la vida auténtico.

Sí, y la idea no es solo que fueran agricultores de verdad, sino de la zona: por el vínculo que tienen con la tierra la sienten de forma auténtica, pero también por cómo se mueven por ella, cómo manejan un tractor, cómo recolectan la fruta… Todo esto tendríamos que habérselo enseñado a un actor y, aun así, no habría quedado tan creíble. Y también por el dialecto del catalán que usan, el de Lleida, no hay muchos actores que lo hablen. Teníamos un guion, pero yo les daba exención para que hablaran como lo harían en la vida auténtico. La única actriz es mi hermana, Berta Pipó, que precisamente interpreta a una persona que viene de Barcelona.

Jordi Pujol Dolcet interpreta a Quimet, un padre de tribu malhablado, y es absolutamente creíble, aunque no tenga experiencia interpretativa. Es un diamante en bruto.

Lo han comparado con James Gandolfini, de Los Soprano, y mucha parentela que leyó el guion me decía que parecía un papel a la medida de Sergi López. Supongo que la elección de Jordi fue poco natural.

En la película hay muchos planos cerrados y largos. Es increíble la efusión de todos y todas, lo aceptablemente que aguantan en cámara sin tener actuado en su vida. ¿Cómo lo consigues?

Al final es lo mismo que esparcirse. Todos tenemos esa capacidad desde niños, solo hay que retornar a recuperarla. Pero sí tuvimos que enseñarles un poco de técnica actoral: para el lloriqueo, los enfados o para el momento en que Anna Otin, que interpreta a Dolors, da sendas hostias a su marido y a su hijo para ponerlos en su sitio.

«Mucha parentela de la zona tenía miedo de que los parodiáramos, de que usáramos la película para reírnos de ellos»

¿Cómo se tomaron en el pueblo que fuerais allí a rodar una película sobre su día a día?

Mi tribu también cultiva melocotones en Alcarràs. Fueron los primeros en saberlo y mis tíos me decían «¿a quién puede interesarle una película sobre nosotros?». Al hacer el casting, sentía que había poco de sospecha; mucha parentela tenía miedo de que los parodiáramos, de que usáramos la película para reírnos de ellos. De entrada, no se fían de cierto como yo, que viene de Barcelona y de una vida completamente distinta. Pero desde el principio les dejamos muy claro que íbamos a tratar su ingenuidad con respeto y, en poco tiempo, se entregaron por completo. Muchos nos ayudaron a delimitar sitios para el rodaje e incluso nos sobraron figurantes.

Alcarràs coincide en el tiempo con As bestas, de Rodrigo Sorogoyen, e Isabel Coixet rueda Un sexo, basada en la novelística de Sara Mesa. Todas narran la vida rural en su superficie más cruda. ¿Por qué estas historias atraen tanto ahora?

La cuestión es cómo no ha sucedido esto ayer, porque España es un país muy rural. En cuanto a que cada vez haya más películas de este tipo, estamos viviendo una democratización del cine. Ya no es poco que solo pueden desempeñar esferas de clase suscripción, sino parentela de clase media, como yo, que venimos de pueblos. Nos hemos ido a estudiar fuera, hemos aprendido a hacer cine y hemos vuelto a rodar. No me refiero tanto a Rodrigo o Isabel como a Elena López Riera o Mikel Gurrea: volvemos la panorama al campo del que venimos y es una inspección legítima y natural. Es innegable que en España hay una tradición de cine rural muy robusto, pero ha habido una pausa y ahora somos una generación de jóvenes cineastas que la estamos retomando.

Un punto común de tu película y As bestas son las instalaciones de energías renovables como hábitat invasor. Las placas solares y los parques eólicos son necesarios para la transición energética y, al igual que la agricultura usual, son dos realidades ecológicas que, sin secuestro, chocan.

Hay un problema de gestión enorme. España podría ser el paraíso de las renovables por lo egregio que es y por nuestros climas tan propicios. Pero muchas veces se instalan en terrenos en los que se puede cosechar, como sucede con las placas solares en Lleida. No creo que sea necesario, tenemos espacio para todo.

En la película no muestras lo que hace la empresa de placas solares como poco pernicioso, sino más aceptablemente como una situación fatal, por necesaria.

Para mí era muy importante que el motivo por el que se van los protagonistas fuera legítimo. De hecho, en la película se le ofrece a la tribu quedarse en las tierras, pero trabajando en el mantenimiento de las placas. Así muestro el problema en su dimensión, que es más enrevesado que si la empresa invasora fuera, por ejemplo, una inmobiliaria que va a construir una urbanización sobre terrenos recalificados. Esto no va de buenos o malos, es una cuestión más profunda que necesita una mejor gestión para que no afecte a familias que llevan cultivando durante generaciones.

Lo mismo podría decirse, ya que hablamos de gestión, de algunas actividades agrícolas que están llevando a desastres naturales como el de La Manga del mar Beocio o Doñana.

Pienso que desidia una actualización. Tenemos un problema claro, que se ardor cambio climático y que requiere ajustar muchas cosas en la agricultura. Se han llegado a hacer aberraciones, sin duda. Aunque también se han permitido. Tal vez en su momento no se veían como tales, pero hoy hay que corregirlas porque no nos queda otra: es supervivencia. Hablamos del futuro del planeta. Dicho esto, el camino no es echar la omisión a los agricultores que, eso conviene saberlo, se van ajustando a la lucha contra el cambio climático.

«Claro que hay jóvenes agricultores y habría muchos más si en realidad hubiera una garantía de que conducirse de eso es factible»

Tal vez la agricultura tradicional –la que es respetuosa con el entorno porque es locorregional– está pagando los desmanes de la intensiva.

En España vamos muy lentos en el tema de la agricultura ecológica, que es donde veo la luz. Ese debe ser el maniquí. No tiene sentido que ahora haya grandes empresas comprando terrenos y cultivando a destajo; lo que necesitamos es un tipo de cultivo que sea respetuoso con la tierra, que es precisamente esa agricultura usual que nos estamos cargando y que puede desaparecer en dos días. Es un momento de que necesita ajustes y esto se logra regulando con leyes.

Ese momento queda reflejado en la película, y destierra un tópico: el hijo adolescente no reniega de sus orígenes y quiere ser agricultor, pero deberá irse porque las circunstancias no se lo permiten.

Es tal cual, porque no es verdad que los jóvenes se vayan de los pueblos porque quieren ser urbanitas y desempeñar otras profesiones. Al menos, no de forma generalizada. Muchos quieren trabajar en el campo. Eso lo he aprendido ahora, porque la película requirió mucha investigación previa. Claro que hay jóvenes agricultores y habría muchos más si en realidad hubiera una garantía de que conducirse de eso es factible. Entre la ocupación de tierras y los precios de mercado tan ajustados –que tan pronto como les dejan beneficio–, muchos padres deben decirles a sus hijos que se vayan a estudiar a la ciudad, contra su voluntad, porque el futuro que les queda en el campo es una mierda. Hablo de padres que se sentirían muy orgullosos de que sus hijos siguieran su embajador.

En Alcarràs te limitas a contar una ingenuidad, la rural, que es la que le da el tono pesimista. ¿Te gustaría que hubiera sido, digamos, más alegre?

El desenlace original que teníamos pensado era positivo. Porque mi tribu sigue cultivando y yo quería un mensaje de resistor, no de derrota. Pero hablando con la parentela me di cuenta de que estamos en un momento muy pesimista, y un final eficaz habría sido naíf. Los agricultores no ven claro su futuro y están resignados; esa es la conclusión de la película.

Y con la repercusión que está teniendo la película le das mucha voz a una problemática que no conviene edulcorar.

Ojalá las pelis pudiesen regular los precios de la fruta [ríe], por desgracia no va a ocurrir. Pero el hecho de que la haya pasado mucha parentela seguro que ayuda a esa conciencia tan necesaria del comercio de proximidad, de mirar de dónde viene el melocotón que estás comprando.