En la decorado central de “Whitney Houston: I Wanna Dance with Somebody”, la cantante está directorio para conquistar al notorio. Interpretada por una convincente Noami Ackie, está a punto de deslumbrar a una audiencia multitudinaria con el poder de su voz, un secreto que la película guardó por el decano tiempo que fue capaz. Porque la directora Kasi Lemmons además quiere dejar poco en claro: que Houston es mucho más que una cantante. Es un símbolo de las mujeres afroamericanas, de cientos de mujeres que querrán imitar su triunfo, un ejemplo a seguir. Así, la película es además una celebración al estilo, al apreciar de una división y al hecho de concebir a la música como transporte de comunicación.
Whitney es insurrecto, aislada por su talento, su sexualidad — que se insinúa, pero no se explora — pero sobre todo, por su cualidad como extrañeza. De pie, frente al micrófono, con una ojeada desafiante y el cuerpo tenso, el prodigio está a punto de ocurrir. La voz es una curva de sonido expedito que se amplía, ondula, modula hasta guatar el momento. A Whitney le rodea su causa Cissy Houston (Tamara Tunie) y poco más que su autoconfianza. Pero a la primera gran nota que sale de su desfiladero, el mundo se tambalea. La cursi frase “una suerte ha nacido” parece significar un momento irrepetible. Incluso, todo lo que la figura será a futuro: el triunfo y la tragedia, mezclados en un solo escena.
Trenzar para conducirse
El año pasado, Baz Luhrmann convirtió a su “Elvis” en la apoteosis del desenfreno y la ruptura de una época. La película fue excesiva, incomprendida y para muchos, incompleta. Austin Butler encarna al cantante desde la belleza y el entusiasmo, pero en sus horas bajas es un arcángel caído, roto y malogrado, que no resulta muy convincente.
Pero sí alcanza a reflectar la sustancia de la época que lo vio salir y lo encumbró. El Elvis de Butler, con sus labios rosa y los fanales radiantes, maquillados y casi femeninos, es una criatura felina, que rompió la idea de cómo debía ser lo masculino, en tantas maneras que su carnación en la pantalla ancho es una sacudida, un evento atiborrado de bisutería falsa y exageraciones.
Mucho mejor lograda es “Rocketman”, de Dexter Fletcher. Taron Egerton encarna al ídolo de los ochenta en toda su decadencia y colorida bondad. Pero además explora sus excesos, los puntos extravagantes y sus momentos demoledores. El Elton John de Egerton es despejado con su sexualidad, amable, infeliz, decidido a cantar.
En el rememoración
Si en poco se parecen “I Wanna Dance with Somebody” y “Bohemian Rhapsody” es en la forma discreta en que presentan personajes estrafalarios que, de hecho, deseaban ser reconocidos y señalados por sus diferencias. Pero tanto como una como la otra acontecimientos, son más correctamente discretas.
El Freddie Mercury de Rami Malek encuentra su punto más suspensión en el escena, donde el actor imita al cantante como puede, sin su presencia física o carisma. Pero, aun así, logra relatar la época que vivió. Su homicidio, correcto al SIDA, se convirtió en un suceso que marcó un antiguamente y un luego en la forma de comprender la enfermedad. “¿Quién quiere conducirse para siempre?” canta Mercury en una de sus últimas canciones
Lo mismo ocurre con Whitney Houston, que tanto en el film como en su vida, se desplomó hasta simplemente ser la sombra de sí misma. Primero el maltrato físico, las drogas, luego la destrucción de su vida emocional y profesional. La figura en el largometraje que lleva por nombre uno de sus grandes éxitos, emerge aterrorizada, rota, sin fuerzas. Al final, además es el reflexivo de lo que fue su ímpetu, su poder y su relevancia. “¿Cuántos de nosotros podemos ser nuestros propios héroes?”, se pregunta la cantante poco antiguamente de caducar. La misma pregunta que obsesiona a la coexistentes que celebró su voz, energía y su magnífico rememoración.